INNOVA Research Journal, ISSN 2477-9024  
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Ciudadanía y globalización. El reto de un nuevo modelo para el pleno  
reconocimiento de los derechos de las personas  
Citizenship and globalization. The challenge of a new model for the full  
recognition of the rights of persons  
Karla Elizabeth Andrade Quevedo  
Universidad Internacional SEK, Ecuador  
Autor para correspondencia: karla.andrade.der@uisek.edu.ec  
Fecha de recepción: 13 de Diciembre de 2016 - Fecha de aceptación: 20 de Febrero de 2017  
Resumen: El modelo de ciudadanía ligado al Estado-nación que manejamos a día de hoy, ha  
agotado su capacidad de acción en un mundo globalizado donde el demos ya no es homogéneo ni  
responde a factores étnico-culturales. La realidad actual ha convertido al concepto de ciudadanía  
en un elemento de exclusión que impide a las personas el pleno ejercicio de los derechos  
fundamentales por el simple hecho de no tener un vínculo territorial o de sangre con el Estado en  
el que reside. Esto ha provocado la aparición de ciudadanos de segunda clase que, a pesar de formar  
parte de un Estado y de asumir todas las obligaciones de los nacionales, no gozan de los mismos  
derechos. Por lo tanto, aquello tiene que cambiar; es preciso revolucionar el concepto de  
ciudadanía y atarlo a factores más reales y consecuentes. Desligarlo de la nacionalidad y permitir  
que su contenido material se entregue a todos quienes realmente conforman un Estado. Solo la  
ciudadanía inclusiva permite el reconocimiento pleno de los derechos a las personas, garantiza la  
legitimación democrática y crea un verdadero vínculo entre la persona y el Estado en el que reside.  
La única posibilidad de avanzar en el reconocimiento de derechos de las personas y ser congruentes  
con la globalización, es caminar hacia la ciudadanía inclusiva.  
Palabras clave: ciudadanía; inclusión; derechos; nacionalidad; globalización  
Abstract: The current Nation-state model of citizenship that we manage has exhausted its action  
capability in this globalized world where the demos is no longer homogeneous, neither responds  
to ethnic and cultural factors. Today’s reality has converted the concept of citizenship in an  
exclusion element that inhibits people to fully exercise fundamental rights, just because they don’t  
have a territorial or blood link to the State where they live. This has provoked the appearance of  
second class citizens who don’t have the same rights even though they are part of the State and  
assume every obligation as citizens. Therefore, this has to change; a revolution in the citizenship  
concept is needed and we have to tie it up to more real and significant factors. Untie it from  
nationality and allow its material content to grow and extend to everyone who is really part of a  
State. Only an inclusive citizenship model allows full rights recognition, guarantees democratic  
legitimation and creates a real link between people and their State of residence. The only chance  
to move forward in fundamental rights recognition and be congruent with globalization needs, is  
to walk towards inclusive citizenship.  
Key Words: citizenship; inclusion; rights; nationality; globalization  
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Introducción  
La noción de ciudadanía que manejamos en la actualidad es el producto de una larga y  
compleja evolución. A lo largo de la historia, la ciudadanía ha tenido múltiples alcances y se ha  
visto enmarcada en muy diversos contextos, pero el actual, definitivamente puede ser catalogado  
como el más complejo. La globalización ha convertido el mundo en “una plaza grande, en un  
ágora, donde se mueven e interactúan gentes de todas las razas y culturas, y en un gran mercado  
en el que libremente transitan capital, tecnología, recursos, empresas y productos” (Calvo, 2006,  
Pg. 30). Por lo que los Estados se han visto en la necesidad de evolucionar y abrir sus puertas a  
los grandes retos que trae la globalización. Uno de estos, la intensa movilidad humana y sus  
efectos sobre los derechos de quienes, siendo extranjeros, viven e interactúan activamente dentro  
del Estado.  
El concepto actual de ciudadanía, ligado a exclusivamente a la nacionalidad, está  
agotando su capacidad de maniobra. Su definición, elaborada a mediados del siglo pasado, está  
relacionada completamente a la pertenencia a un Estado-nación concreto, de tal forma que una  
persona solo puede ser ciudadano en el territorio del Estado al cual esté vinculado ya sea por ius  
solis o ius sanguinis; pero la globalización y los procesos migratorios han propiciado nuevas  
formas de vinculación de las personas un Estado, relacionadas a factores fácticos más reales  
como la residencia.  
Las circunstancias actuales unos obligan a cuestionar el concepto de ciudadanía  
excluyente que manejan los Estados y buscar un modelo que garantice realmente el pleno  
reconocimiento de los derechos de las personas que viven y forman parte de los Estados, las  
sociedades y el mundo actual. No obstante, este constituye un difícil reto, pues la vinculación de  
la ciudadanía con la nacionalidad está muy arraigada; más aún ahora con las tendencias políticas  
conservadoras tomando fuerza y los nacionalismos recobrando espacios en los principales países  
receptores de flujos migratorios.  
En este artículo estudiaremos el largo proceso de evolución que ha tenido el concepto de  
ciudadanía y su estrecha vinculación con la nacionalidad para analizar los escenarios reales que  
éste concepto está provocando en la actualidad y a partir de ahí proponer un modelo más justo e  
inclusivo, que supera las concepciones tradicionales y busca el pleno reconocimiento de los  
derechos de las personas.  
Evolución histórica del concepto de ciudadanía.  
El nacimiento del concepto de ciudadanía data de la antigua Grecia, hace unos 2.500 años  
aproximadamente. Aristóteles, fue el primero en formular una tesis sobre ciudadanía, pues para  
él, al ser el hombre un animal político que requería de la convivencia para sobrevivir, se  
convertía en un ser que puede mandar y dejarse mandar, por lo que, para él, el ciudadano se  
caracterizaba, principalmente, por su participación activa en la administración de justicia y  
gobierno de la polis. No obstante, estas importantes responsabilidades de participación en la vida  
pública estaban limitadas solamente a un grupo reducido de “ciudadanos”, ya que la ciudadanía  
era un estatus restringido y privilegiado al que no podía acceder toda la población. Las mujeres,  
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los esclavos y los extranjeros o metecos se encontraban excluidos de la ciudadanía. (Horrach,  
2
009)  
Con el auge del Imperio Romano, el concepto de ciudadanía adoptó un nuevo modelo que  
se distanció del griego y tomó nuevas características. Según el modelo romano inicial, la  
condición de ciudadano era un estatus que le permitía al individuo vivir bajo la protección del  
derecho romano. Se transmitía por vía paterna y conllevaba de una serie de derechos y  
obligaciones, como el pago de impuestos y la posibilidad de votar, así como tener un escaño en  
la asamblea o ser elegidos como magistrados. Cabe mencionar que, en la práctica, debido a que  
el poder se encontraba sumamente concentrado en la figura del gobernante, la capacidad política  
real de los ciudadanos era muy escasa dentro de la Asamblea popular; por lo que, en realidad, en  
sus inicios, la ciudadanía brindaba atributos de reconocimiento social más que derechos de  
participación real y efectiva en el ejercicio político (Horrach, 2009).  
Con la llegada de la Edad Media, el concepto de ciudadanía cambió radicalmente. En la  
Europa medieval la ciudadanía prácticamente perdió toda su importancia. Esta representaba  
simplemente un privilegio del que se gozaba en una ciudad determinada, pero no dentro de un  
Estado. En general, la vida giraba en torno a un Rey que gobernaba, unos súbditos que obedecían  
y un grupo de señores feudales que dominaban a sus vasallos (Heater, 2007). Como resultado,  
aquella figura de ciudadano insertado en la comunidad que participaba activamente en la vida  
política casi desapareció y los individuos se convirtieron en súbditos sometidos a la voluntad y  
arbitrio del monarca sin que su pertenencia a la comunidad implicara derechos u obligaciones de  
tipo político-participativo.  
En el siglo XVIII, de la mano de grandes pensadores como ROUSSEAU, y gracias a  
importantes Revoluciones como la americana y la francesa, la noción de ciudadanía volvió a  
tomar mucha fuerza. Solo que esta vez lo hizo ligada a un nuevo término, el de “nación”. Esta  
combinación dio origen a un nuevo orden mediante el cual, los sujetos pasaron a ser  
jurídicamente iguales y la nación se convirtió en la depositaria la soberanía. Bajo este nuevo  
modelo, la vinculación de la ciudadanía se trasladó a la nación, y por consiguiente, ésta se  
convirtió en el símbolo principal de pertenencia política a un Estado. (De Lucas, 1994)  
Uno de los resultados más importantes de la Revolución Francesa fue la Declaración de  
los Derechos de Hombre y el Ciudadano. La libertad, la propiedad y el reconocimiento de la  
igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley fueron los derechos estandartes de esta declaración.  
Respecto a su participación política, el artículo 6 disponía que “la ley es la expresión de la  
voluntad general. Todos los ciudadanos pueden contribuir a su elaboración, personalmente o por  
medio de sus representantes. Debe ser la misma para todos, ya sea que proteja o que sancione.  
Como todos los ciudadanos son iguales ante ella, todos son igualmente admisibles en toda  
dignidad, cargo o empleos públicos (…)”.Así, los ciudadanos se convirtieron en personas  
liberadas de la arbitrariedad del soberano y de su sometimiento como súbditos. Superando  
además, la concepción del ciudadano como sujeto, únicamente, de deberes y obligaciones, para  
convertirse en un verdadero poseedor de derechos.  
Sin embargo, como su propio nombre lo indica, la Declaración de Derechos del Hombre  
y el Ciudadano, efectuó una demarcación de dos categorías de sujetos dentro de un Estado:  
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hombres y ciudadanos. Con ello se incorporó una diferenciación entre aquellos derechos que les  
corresponden a todas las personas y aquellos derechos que les pertenecen exclusivamente a  
quienes están vinculados a la nación. Por un lado, se colocaron los “derechos naturales y civiles”,  
y de otro lado, se reservaron los “derechos políticos” únicamente para los ciudadanos. Para  
determinar quiénes pertenecían ésta categoría, se introdujeron criterios de propiedad y género,  
por lo que, una vez más, las mujeres, los niños, los sirvientes, los extranjeros, los mendigos y los  
vagabundos quedaron excluidos de la ciudadanía activa.  
Durante el siglo XIX la noción de ciudadanía permaneció básicamente sobre los mismos  
términos. El Estado-nación fue ganando mucha fuerza y con éste un sentimiento nacionalista, por  
lo que la ciudadanía se vinculó también a una identidad nacional, primordialmente representada  
por elementos como la lengua. Los principales países de Europa iniciaron una dura campaña por  
nacionalizar a sus ciudadanos. La educación cívica, el servicio militar y la obligatoriedad de  
aprender el idioma oficial fueron los mecanismos más utilizados para afianzar una ciudadanía  
basada en la pertenencia a una nación.  
En el siglo XX, la trágica experiencia de las guerras mundiales y otros crueles sucesos  
ocurridos alrededor del mundo, como la lucha de los afroamericanos en Estados Unidos o el  
Apartheid en Sudáfrica, propiciaron un cambio en el concepto de ciudadanía y en el criterio de  
otorgamiento de los derechos. A base de extender las libertades civiles y los derechos sociales a  
la población que vivía dentro de las fronteras de los Estados soberanos, se modificó el contenido  
material que la ciudadanía había tenido hasta ese momento, lo cual permitió una importante  
ampliación del catálogo de derechos y la desconexión de buena parte de estos al estatus de  
ciudadano. No obstante, es preciso aclarar que durante este periodo la relación entre ciudadanía y  
pertenencia al Estado-nación permaneció intacta y siguió siendo el factor determinante para la  
adquisición de los derechos políticos.  
Durante este periodo se efectuó además, por primera vez, una definición sistemática del  
concepto de ciudadanía. En 1950, T.H. MARSHALL estableció que la ciudadanía es “aquel  
estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad, donde sus  
beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que implica” (Marshall, 2007,  
Pg. 37). Según su planteamiento, la ciudadanía estaba compuesta por tres tipos distintos de  
derechos: civiles, políticos y económico-sociales.  
Sin embargo, con el paso de los años, este concepto de ciudadanía también ha  
evolucionado. En la actualidad el catálogo de derechos otorgados a la personas se ha ampliado  
aún más y la ciudadanía ha dejado de ser el factor al que se asocian todos los derechos de las  
personas. A día de hoy, el hombre y el ciudadano conforman dos estatus subjetivos de los que  
dependen dos clases distintas de derechos fundamentales: Los derechos de la personalidad, o lo  
que Marshall denomina derechos civiles y económico-sociales, que corresponden a todos los  
seres humanos. Y los derechos de ciudadanía, los cuales forman un grupo específico y reducido  
de derechos de orden político que corresponden exclusivamente a los ciudadanos por su  
vinculación a la nación. Por lo tanto, hoy en día, la ciudadanía se ha desligado de gran parte del  
componente de derechos y sólo los de participación política permanecen vetados a quienes no  
tienen un vínculo de sangre o de nacimiento con el Estado.  
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Definición actual de ciudadanía  
Tanto la teoría política como el derecho han definido la ciudadanía como la relación de  
pertenencia de una persona a una comunidad política; de la cual dependen una serie de derechos  
y obligaciones para con dicha comunidad (Aláez, 2006). Es en virtud de la identificación  
existente entre ciudadanía y nacionalidad que el Estado otorga un acervo de derechos y deberes  
políticos a los miembros de su comunidad nacional. Concediéndole así, al ciudadano, un estatus  
especial en materia de derechos y obligaciones que le corresponden por el hecho de ser miembro  
de una comunidad nacional determinada.  
Como se desprende de la definición dada, para el Estado social y democrático actual,  
éstos derechos siguen estando asociados exclusivamente a la pertenencia a un Estado, como  
resultado de la nacionalidad. Algunos Estados, más liberales, han ampliado esta pertenencia a la  
inclusión territorial, a través de la incorporación del ius solis o de los derechos de naturalización,  
pero otros permanecen convencidos de que el ius sanguinis es el único elemento que permite la  
obtención del estatus de ciudadano.  
Cabe mencionar que esta vinculación tan fuerte de la ciudadanía con la nacionalidad ha  
provocado que, con el paso de los años, estos conceptos se hayan convertido en dos hebras de un  
mismo hilo. El concepto actual de ciudadanía viene de la mano del de nacionalidad, como el  
concreto contenido político participativo que se anuda a la pertenencia del individuo a la  
comunidad (Ramiro, 2008). A tal punto que han llegado incluso a utilizarse de forma  
indiferenciada como si se tratase de sinónimos. Esto ocurre especialmente porque la nacionalidad  
es, a día de hoy, el mecanismo utilizado para definir cuál es el pueblo de un Estado sobre el cual  
se aplicarán las Leyes. Permite a los Estados distinguir con claridad quiénes son los integrantes  
de la comunidad política de quienes no lo son.  
De esta forma, la nacionalidad constituye una cuestión previa habilitante para la  
obtención de la ciudadanía y el consiguiente ejercicio de los derechos políticos. Es un estatus  
determinante a la hora del ejercicio de los derechos puesto que es el presupuesto necesario para  
el ius activae civitatis. Esto implica entonces, que la definición actual que manejamos de  
ciudadanía determina que junto a los derechos de la persona todavía existen otros que, a pesar de  
estar ligados con la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad, siguen estando restringidos  
y constituyen un privilegio únicamente para aquellos que poseen la máxima vinculación con el  
ordenamiento jurídico estatal.  
La aparición de una segunda categoría de ciudadanos: los denizens.  
El concepto de ciudadanía que manejan los Estados actuales y los intensos flujos  
migratorios internacionales han provocado la reaparición un fenómeno que, aunque parece  
nuevo, es tan viejo como la antigua Grecia. En Atenas, los metecos eran personas extranjeras que  
vivían de modo estable en la ciudad y que, a pesar de participar de la vida cotidiana al igual que  
los nacionales, no gozaban de los derechos de ciudadanía. De hecho, tenían que cumplir con  
todos los impuestos de la ciudad e incluso pagar otros especiales; pero, no gozaban de mayores  
derechos, por ejemplo, no podían poseer casas o tierras y sus hijos estaban impedidos de obtener  
la ciudadanía. (Costa y Aláez, 2008).  
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Actualmente, parece ser que está sucediendo lo mismo que en la Antigua Grecia. Desde  
su llegada, los inmigrantes pasan a formar parte de la sociedad de acogida, participan en ella,  
conviven con los nacionales y contribuyen a su desarrollo, incluso pagando impuestos, pero son  
solamente miembros de hecho de dicha sociedad. Al no ser sujetos de pleno derecho de la  
comunidad, no gozan de los mismos derechos de aquellos que son ciudadanos.  
Así, los inmigrantes no son ni extraños ni ciudadanos. No son citizens pero tampoco son  
solamente extranjeros, por lo que para ellos se ha creado una nueva categoría: los denizens.  
Según la definición general de este término, son denizens aquellas personas que contribuyen de  
manera relevante y permanente a la dinámica social y económica de nuestras sociedades pero no  
son ciudadanos (Costa y Aláez, 2008). En otras palabras, entre el ciudadano pleno y extranjero  
absoluto ha aparecido una nueva categoría de ciudadanos intermedios. Viven y trabajan de  
manera estable en un Estado, pero por no ser ciudadanos permanecen excluidos de los derechos  
políticos.  
La distinción entre “hombre” y ciudadano permanece tan clara y marcada que parece  
imposible lograr una igualdad jurídica entre esas dos categorías que permita incluir a todos los  
habitantes de un Estado dentro de sólo una de ellas. Es por esta razón que los Estados han creado  
una condición jurídica distinta bajo el rótulo de “condición jurídica del extranjero” la cual les ha  
creado un espacio distinto entre ambas categorías. Se les ha otorgado un estatus que tiene un  
poco de ciudadanos y un poco de personas, pero sin suficientes derechos como para poder  
incorporarse plenamente a la sociedad en la que viven. Consecuentemente, existe una inclusión  
diferenciada y una institucionalización de la ciudadanía dual en los ordenamientos jurídicos  
estatales. (Silveira, 2003)  
Falencias del modelo actual de ciudadanía frente a la globalización.  
Los fenómenos de la globalización y la internacionalización del mundo están  
produciendo una erosión en los elementos constitutivos del Estado, por lo que un modelo de  
ciudadanía ligado exclusivamente a factores de tipo étnico-culturales resulta cada vez menos  
defendible. El Estado nación está sometido, en la actualidad, a una serie de procesos económicos,  
políticos y jurídicos que obligan a que la teoría constitucional deba replantear algunos de sus  
conceptos fundamentales, principalmente porque existe un progresivo debilitamiento de la  
identificación entre ciudadanía y nacionalidad. Tal y como plantea Habermas“ hoy, puesto que el  
Estado nacional se ve desafiado en el interior por la fuerza explosiva del multiculturalismo y  
desde fuera por la presión problemática de la globalización, se plantea la cuestión de si existe un  
equivalente igualmente funcional para la trabazón existente entre nación de ciudadanos y nación  
étnica” (Habermas, 2010, Pg. 94). Por ello, a continuación analizaremos las principales falencias  
y problemas del modelo de ciudadanía actual, para determinar cómo esas dificultades afectan  
especialmente a los miembros más vulnerables de las sociedades: los extranjeros.  
En primer lugar, la aparición de una jerarquización de la ciudadanía y la creación de una  
nueva categoría de ciudadanos (denizens) demuestra que el esquema de ciudadanía que tiene  
como base al “Estado-nación”, hoy en día no es eficaz. Tal y como sostiene Zapata - Barrero, la  
concepción tradicionalista y ortodoxa que se ha manejado hasta hoy “defiende la necesidad del  
carácter homogéneo del demos y la identidad de la ciudadanía con la nacionalidad  
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(nacionalidad=ciudadanía)” (Zapata-Barrero, 2003, Pg. 116) y este entendimiento hace imposible  
la existencia de cualquier otro sistema, de hecho, cualquier otra opción es indeseable en términos  
de seguridad y cohesión. Pero hoy en día todas estas premisas se han puesto en duda como  
resultado de la globalización, que problematiza la conexión entre el Estado, nación y ciudadanía,  
evidenciando el carácter heterogéneo del demos y de la ciudadanía que, por sus características,  
difícilmente puede permanecer identificadas con la nacionalidad.  
A día de hoy el demos de un Estado no coincide plenamente con los ciudadanos, por lo  
que por su carácter heterogéneo, la ciudadanía ya no representa a todos quienes pertenecen a un  
Estado. Por eso, ajustándonos a la realidad, para hablar de ciudadanía deberíamos hacer  
referencia al contacto entre la persona y el Estado. Es decir, la ciudadanía como el vínculo que  
permite a la persona comunicarse y relacionarse con el Estado y viceversa. Esto debido a que, en  
las sociedades multiculturales actuales, el individuo, sea de la nacionalidad que sea, requiere la  
posibilidad de participar y de poder conectar directamente con el Estado en el que vive de forma  
permanente.  
En segundo lugar, al ser la ciudadanía una relación política en virtud de la cual el  
individuo es miembro de pleno de derecho de la comunidad, ésta le otorga el reconocimiento  
oficial de su integración en la comunidad política. Y este vínculo se convierte en una  
identificación social entre ciudadanos que contribuye a la construcción de su identidad personal  
y colectiva. Así, autores como Cortina, consideran que aquí se encuentra precisamente la  
grandeza y la miseria del concepto tradicional, ya que “la identificación con el grupo supone  
descubrir rasgos comunes, semejanzas entre los miembros del grupo y a la vez tomar conciencia  
de las diferencias con los foráneos. De suerte que la trama de la ciudadanía se urde con dos tipos  
de mimbres: la aproximación a los semejantes y la separación con respecto a los diferentes”  
(Cortina, 2001, Pg. 39). Es decir, la identificación que produce el concepto de ciudadanía, basado  
solamente en cuestiones de tipo étnico-culturales, constituye un concepto excluyente que  
contribuye a exacerbar sentimientos separación, discriminación o rechazo hacia quienes son  
distintos; ya sea por pertenecer a una raza o cultura distinta o simplemente porque, pese a no  
haber diferencias tan evidentes, nació en un territorio distinto.  
En este sentido, el estatus de ciudadano provoca la imposición de una frontera de  
inclusión y exclusión del individuo, en la medida en que la ciudadanía es el factor que determina  
su ubicación política dentro de un Estado. El hablar de ciudadanos como destinatarios de ciertos  
derechos, deja fuera a muchas personas y convierte a la ciudadanía en la responsable de una  
desigualdad social legítima. El reconocimiento de derechos condicionados a la pertenencia o  
fidelidad de una determinada identidad nacional hace que la ciudadanía sea, sin lugar a dudas, un  
factor de exclusión y fractura social. Provocando lo que Ferrajoli ha pronosticado  
insistentemente, “si los derechos fundamentales se asientan sobre un concepto de ciudadanía  
excluyente, en el que no participan grandes sectores de la población, entonces los derechos  
fundamentales se convierten inevitablemente en categorías de exclusión” (Ferrajoli, 2009, Pg.  
1
17).  
Además, constituye una fórmula de cierre de la comunidad política para convertirla en  
una especie de club exclusivo al que, en muchos casos, puede accederse únicamente por ius  
sanguinis. Por tanto, lejos de ser, únicamente, un mecanismo legal y político para identificar a  
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aquellos sujetos que pertenecen de forma plena a la comunidad, se ha convertido en una  
herramienta de discriminación y exclusión de importantes sectores de la población. De hecho, es  
por esta razón que Ferrajoli considera que “es preciso reconocer que la ciudadanía ya no es,  
como en los orígenes del Estado moderno, un factor de inclusión y de igualdad. Por el contrario  
ahora representa el último privilegio de estatus, el último factor de exclusión y discriminación”.  
(Ferrajoli, 2009, Pg. 117)  
Mantener un modelo excluyente de ciudadanía provoca que millones de personas se vean  
marginadas e impedidas de ejercer plenamente todos los derechos por el simple hecho de haber  
nacido en un lugar distinto al de su residencia. Los extranjeros quedan suspendidos un limbo  
jurídico: no son ajenos pero tampoco son parte de la comunidad; y ello no constituye una base  
apropiada para la consecución plena de los derechos humanos. Es necesario desvincular a la  
ciudadanía y los derechos que esta conlleva de la nacionalidad, pues como bien plantea Ferrajoli  
“a día de hoy existe la necesidad de pasar de los derechos del ciudadano a los derechos de la  
persona, en el sentido de ir más allá de la ciudadanía y permitir así la definitiva  
desnacionalización de los derechos fundamentales”. (Ferrajoli, 2009, Pg. 55-56)  
En tercer lugar, desde otra perspectiva, en cuanto al principio democrático y de  
legitimidad del Estado de derecho, es preciso mencionar que la única forma de maximizar ambos  
principios es permitir la participación en el ejercicio del poder a todo sujeto que esté sometido al  
mismo. Es una exigencia de la propia definición del principio democrático que todos quienes se  
encuentran subordinados a un ordenamiento jurídico concreto deben tener la posibilidad de  
participar de forma libre, igual y plural en la creación normativa a la que van a estar sujetos. El  
criterio formal de la nacionalidad como mecanismo de construcción del sujeto colectivo  
menoscaba la posibilidad de una óptima participación por parte de todos los sujetos que se  
encuentran sometidos al imperio de un ordenamiento jurídico. Sólo el ejercicio pleno de los  
derechos fundamentales, incluyendo los de tipo político-participativo, a todos los residentes de  
un Estado, con independencia de que sean nacionales o extranjeros, permitiría garantizar los  
pilares estructurales de los ordenamientos jurídicos actuales.  
Adicionalmente, los valores democráticos actuales ponen en duda que la construcción del  
sujeto colectivo al que se le imputa la soberanía esté determinada únicamente por criterios de  
identidad étnica o racial. El carácter democrático de los Estados actuales nos obliga a cuestionar  
si esa vinculación necesaria entre la ciudadanía y la nacionalidad es correcta o si simplemente  
mantiene fuera del electorado a un grupo de personas que contribuyen y participan en el  
desarrollo de la sociedad.  
Con la globalización y los altos niveles de movilidad demográfica, los extranjeros  
residentes ya no pueden ser vistos como una amenaza para la seguridad interna sino como  
miembros claves para el desarrollo del Estado. Sin lugar a duda, ellos también tienen intereses  
legítimos dentro del Estado; y por tanto, son un apoyo para el desarrollo económico y cultural de  
la sociedad. De modo que la nacionalidad, como requisito insalvable, para formar parte del  
electorado resulta injusta e infundada. Ya no estamos ante los Estados paranoicos y protectores  
del pasado. Quizás es hora cambiar esos rasgos tradicionales y sustituirlos por requisitos más  
reales y consecuentes, como el de la residencia estable y permanente en el territorio. Ello  
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permitiría la posibilidad de que, sin necesidad de adquirir la nacionalidad, los extranjeros  
residentes puedan participar plenamente en la vida política y jurídica del país.  
Es más, resulta contradictorio que por la concepción actual de la ciudadanía, haya  
personas que carecen de toda vinculación real con Estado por no residir en el territorio del  
mismo, pero que por su nacionalidad sí gozan de los derechos políticos, mientras que aquellos  
que están completamente vinculados al Estado en la práctica, permanecen al margen, incapaces  
de participar en la conformación de la voluntad soberana por no tener un vínculo de ius  
sanguinis. (Amores, 2009)  
Por otro lado, debemos considerar el lema norteamericano de “no taxation without  
representation”. Esta premisa nos obliga a preguntarnos si el sometimiento de los extranjeros a la  
imposición local y nacional en el país de residencia no debería conllevar también su derecho de  
participación política y el libre acceso a la totalidad de los derechos que incluye la ciudadanía  
(Rodríguez-Drincourt, 1997). Dado que los residentes extranjeros contribuyen a las arcas del  
Estado, aportan al desarrollo del país en el que residen y se ven afectados por las decisiones  
adoptadas por los poderes públicos, deberían estar representados y tener la oportunidad de  
participar activamente. De lo contrario, estamos ante una situación en la que los extranjeros son  
incluidos plenamente únicamente para beneficiar al Estado receptor. Es decir, los extranjeros  
residentes no tienen derecho a ejercer todos los derechos fundamentales, pues no gozan del  
estatus de ciudadano, pero aquello no les exime de estar sujetos a todas las obligaciones que  
emanan de la ciudadanía. Resulta un tanto contradictorio y paradójico que la ciudadanía  
implique restricciones en cuanto a derechos pero plena inclusión en cuanto a obligaciones.  
La ciudadanía inclusiva como modelo para el reconocimiento pleno de derechos de las  
personas.  
Todo demuestra que es preciso replantear el concepto de ciudadanía; si la globalización  
ha logrado desnacionalizar la economía y derribar fronteras, es imperativo que el modelo de  
ciudadanía se ajuste y evolucione a la altura de las circunstancias. No se puede limitar ciertos  
derechos fundamentales a millones de personas por el simple hecho de que no nacieron dentro  
del territorio de un Estado o no tienen un vínculo de sangre con él.  
Un pueblo político globalizado y democrático es una asociación voluntaria heterogénea,  
multicultural e inclusiva en donde todos son iguales por el solo hecho de ser personas que  
conviven y contribuyen al desarrollo de su sociedad. La igualdad de derechos no debe estar  
sometida a la nacionalidad o a engorrosos procesos de naturalización, pues aquello no genera  
lealtad ni conexión a un Estado. La residencia habitual, la formación de una familia, la ocupación  
laboral, la participación activa en la comunidad y el pago de los impuestos sí son elementos  
reales que generan lazos, unión y lealtad; y aquellos deberían bastar para garantizar la lealtad que  
un Estado reclama. Los vínculos asociativos y la adhesión voluntaria a un Estado como sujeto  
pasivo deberían ser suficientes para admitir a un nuevo socio en la comunidad política y  
otorgarle el pleno reconocimiento de derechos. La incorporación de estas nuevas formas de  
pertenencia permitiría un nuevo modelo de ciudadanía postmarshalliana caracterizada por un  
proceso de “des-etnicización de la ciudadanía”, donde la inclusión esté basada en la residencia y  
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en el nacimiento dentro de un territorio más no en un vínculo de sangre (ius sanguinis). (López  
Sala, 2005. Pg 135)  
Autores como Kelsen entienden que la razón por la que la ciudadanía es la condición de  
los derechos políticos es que éstos “son de la mayor importancia para la formación del  
ordenamiento jurídico, en cuanto posibilidad de participar en la creación o ejecución de dichas  
normas”, no obstante admite que “la realidad demuestra que estos derechos no tienen por qué  
estar reservados sólo a los ciudadanos, porque cómo tal, la ciudadanía no es una institución  
necesaria para la existencia o supervivencia del Estado” (De Lucas, 1994, Pg. 140). Esto es  
cierto, pues si tomamos en cuenta factores empíricos, hasta aquí, no existe ninguna prueba de  
que el derecho de sufragio de los no ciudadanos haya socavado o atentado contra la democracia,  
estabilidad o seguridad de aquellos Estados en los que se la ha implantado, ni que su  
reconocimiento haya afectado de modo alguno a los ciudadanos originarios. Por otro lado, en el  
mundo existen Estados no democráticos donde no hay la figura del ciudadano como tal, pues se  
mantiene la figura del súbdito, que no goza del catálogo de derechos que otorga el estatus de  
ciudadano; pero aun así los Estados existen y perduran. Por lo tanto, bajo este planteamiento, la  
desvinculación de la nacionalidad y la ciudadanía no conlleva riesgo alguno para la  
supervivencia del Estado. Parece perfectamente posible permitir que los extranjeros residentes  
también puedan participar en el ejercicio de creación o ejecución del ordenamiento jurídico, sin  
que sean considerados como posibles rompedores de la estabilidad estatal.  
En definitiva, el elemento importante para la obtención de los derechos actualmente  
ligados a la ciudadanía debería ser la sujeción estable a un Estado por medio de la residencia  
permanente. La nacionalidad no debería construirse con la intención de formar solamente un ente  
colectivo caracterizado por unas señas comunes de tipo étnico o cultural. Por el contrario,  
debería construirse con el fin de dotar de un contenido personal a un sujeto colectivo, pero con  
conciencia de que éste está en constante renovación y que su elemento de identidad no debe ser  
otro que ese deseo de permanecer de forma estable y prolongada como sujeto sometido a la  
Constitución y las leyes de un Estado.  
Por otra parte, la desvinculación de la ciudadanía de la nacionalidad encuentra también  
sustento en la propia teoría general de los derechos fundamentales. Algunos intérpretes de los  
derechos fundamentales, como el Tribunal Constitucional español, han sostenido reiteradamente  
que la titularidad y ejercicio de éstos está estrechamente vinculado con la dignidad humana, por  
lo que es menester garantizarlos para permitir el adecuado desarrollo de la personalidad. Así,  
podríamos considerar que los derechos de participación política también son necesarios para la  
garantía de la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad del individuo. Es evidente  
que su restricción margina y convierte en vulnerables a los grupos de inmigrantes,  
principalmente porque promueve la separación, el aislamiento e incluso una discriminación.  
Consecuentemente, su reconocimiento garantizaría efectivamente la inclusión e igualdad de  
todas las personas sin distinción.  
Así, todo apunta a que la mejor opción para revolucionar el concepto de ciudadanía y  
desnacionalizar los derechos que ésta conlleva sería la sustitución del requisito de la  
nacionalidad por el de residencia legal y permanente. Para muchos autores este proceso se  
conoce como la “territorialización de los derechos” o “ciudadanía postnacional” puesto que el  
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criterio de residencia toma el lugar del de nacionalidad a la hora de conferir derechos (Velasco,  
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006). No obstante, alcanzar esta desnacionalización de la ciudadanía implica al menos dos  
requisitos:  
1
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. Que la ciudadanía deje de estar basada en la fidelidad exclusiva a un Estado nacional;  
. Que se elimine toda referencia étnico-cultural para la adquisición y disfrute de los  
derechos fundamentales que emanan del estatus de ciudadano.  
El primer requisito no parece tan difícil de lograr puesto que, en realidad, esto ya ocurre  
con la doble nacionalidad o con ciudadanías comunitarias como la europea; por lo tanto, es un  
paso que ya se ha dado y que no requiere de mayor esfuerzo. No obstante, para la consecución  
del segundo requisito si es necesario modificar el enfoque actual y despojarlo de los contenidos  
particularistas, especialmente de aquellos que provienen del ius sanguinis, los cuales representan  
el mayor mecanismo de exclusión. Para lograr la igualdad real y material de los derechos, el  
fundamento de la ciudadanía debe ser la participación activa en la comunidad política. En otras  
palabras, se debe eliminar la relación entre pertenencia y derechos que se ha manejado hasta aquí  
para convertirla en una pertenencia relacionada con la participación activa de un sujeto en la vida  
de la colectividad; de tal forma que esta sea la condición necesaria y suficiente para el  
reconocimiento de todos los derechos indispensables para el pleno desarrollo de las personas.  
Lo único que se pretende con la desnacionalización de la ciudadanía es reformular su  
concepción tradicional para que pueda ser conciliable con el carácter multiétnico de los actuales  
Estados democráticos de derecho. Es cierto que el mero hecho de concederles los derechos  
tradicionalmente ligados a la ciudadanía no implica automáticamente la integración de todos en  
la sociedad. No obstante, el mantener apartado a un grupo de personas por no gozar de la  
ciudadanía si impide su integración y los mantiene en una clara marginación, puesto que no  
gozan de igualdad de derechos y obligaciones.  
Esta propuesta no pretende hacer desaparecer el concepto de ciudadanía, ni tampoco  
convertirlo en un concepto universal, porque al fin y al cabo, es un concepto importante para la  
delimitación del colectivo que se encuentra sujeto a un Estado determinado. Está claro que la  
nacionalidad no es un principio universalista sino propio de cada comunidad política, el cual  
tiene como fin la distinción de los miembros de la asociación política. Sin embargo, es necesario  
replantearse el contenido de la ciudadanía e ir hacia una ciudadanía más cosmopolita. Esto no  
significa negar las pertenencias ni convertirlas en universales sino vincularlas a factores más  
apropiados. Dejar de lado la definición excluyente de ciudadanía que aparta a quienes vienen del  
extranjero y crear nuevos lazos basados en factores como la residencia, la participación o cuando  
menos, permitir una concepción plural de pertenencia que no exija una única lealtad cultural o  
nacional.  
La ciudadanía inclusiva y cosmopolita procura que el pueblo real de un Estado goce de  
los derechos fundamentales a plenitud, sin limitaciones, permitiendo su participación activa, sin  
tomar en cuenta su vinculación sanguínea o de nacimiento. Por lo que, si cambiamos el modo de  
ver la ciudadanía y logramos que los derechos primen sobre la identidad nacional esto permitirá  
una pertenencia y lealtad real de las personas frente al Estado en el que habitan. Como sostiene  
Zapata-Barrero “el criterio de adquisición de derechos determina el sentimiento de pertenencia a  
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una identidad y bajo este enfoque la ciudadanía se concibe como una comunidad de destino, en  
el sentido de que lo que importa no es el tener un origen común sino un proyecto futuro común”  
(Zapata-Barrero, 2003, Pg. 122). Por lo tanto, los derechos no deben otorgarse mirando al pasado  
y basados en un principio de herencia, sino mirando el presente, tomando en cuenta la  
vinculación real de la persona con el Estado.  
Conclusiones.  
La ciudadanía ha enfrentado distintos cambios a lo largo de la historia, pero con la  
llegada del Estado-nación, ésta se ligó a la nacionalidad y desde entonces su vinculación se ha  
arraigado cada vez más, convirtiéndose en un concepto excluyente y discriminatorio. Pese a que  
la globalización ha modificado, flexibilizado y desnacionalizado la economía, no ha logrado  
desnacionalizar la ciudadanía. Al contrario, el Estado actual reclama, cada vez más, todo su  
antiguo imperio.  
Resulta preocupante que el modelo de ciudadanía tradicional que es, por esencia,  
excluyente esté tomando fuerza en la actualidad. La mundialización del mercado de trabajo está  
ocasionando fuertes reivindicaciones hacia el nacionalismo y el cierre de fronteras. Es  
lamentable que la globalización pueda romper barreras en el intercambio de bienes y servicios,  
pero que en cuanto a las personas permanezca cerrada a la posibilidad de integración real. El  
modelo de ciudadanía de Marshall ha provocado la aparición de unos ciudadanos de segunda  
categoría (denizens). Personas que contribuyen de manera relevante y permanente a la dinámica  
social y económica de nuestras sociedades pero que no cuentan con el acervo completo de  
derechos por el simple hecho de no ser ciudadanos.  
En el mundo actual la estrecha conexión entre nación y ciudadanía no es sostenible. El  
demos de los Estados ya no coincide plenamente con los ciudadanos del mismo. El carácter  
heterogéneo y multicultural de las sociedades actuales hace que la ciudadanía no represente a  
todos quienes pertenecen a un Estado. Por eso, ajustándonos a la realidad, la ciudadanía no puede  
permanecer identificada con la nacionalidad. Es hora cambiar los rasgos tradicionales y  
sustituirlos por requisitos más reales y consecuentes, como el de la residencia estable y  
permanente en el territorio. La incorporación de estas nuevas formas de pertenencia permitiría un  
nuevo modelo de ciudadanía postmarshalliana caracterizada por un proceso de inclusión y de  
reconocimiento de derechos, basados únicamente en el hecho de ser persona y en el vínculo real  
entre ésta y el Estado de su residencia.  
Una ciudadanía inclusiva en la que los derechos se han desnacionalizado garantiza la  
igualdad, el pleno reconocimiento de los derechos fundamentales, la dignidad humana y el libre  
desarrollo de la personalidad. Por el bien de las personas, del propio Estado, de la legitimación  
democrática y de la globalización, el pueblo real de un Estado debe estar representado, participar  
activamente sin discriminación de ninguna clase y ejercer a plenitud los derechos fundamentales.  
Y aquello se logra solamente a través de una ciudadanía inclusiva desligada de la nacionalidad.  
La ciudadanía inclusiva es un reto posible y deseable, debemos arrancar las consideraciones  
paranoicas y nacionalistas y abrir paso a la mundialización de los derechos de las personas. Ésta  
debe convertirse en la lucha de este siglo, para lograr la inclusión de todos y obtener un  
verdadero Estado social, democrático y de derechos.  
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